Autor: Roberto López del Castillo

Era una cálida madrugada de verano. Por el este la claridad del día empezaba a ganar terreno a la noche, y Yang Wei-te se levantó de la cama como acostumbraba a hacer con las primeras luces del alba. Se acercó a su balcón y se embriagó afinando todos sus sentidos, como cada mañana. El sonido de los estorninos que graznaban subiendo y bajando para beber agua sobre las cristalinas aguas del río Huang He. El tacto de la brisa ligeramente húmeda que resbalaba por su piel. El olor de las lámparas de aceite que se iban encendiendo en los hogares para empezar un nuevo día en Kaifeng, la capital del reino. Después de unos minutos de reconfortante paz espiritual, volvió a entrar y rodeó la mesa de estudio, repleta de papeles enrollados, que se dispuso a guardar en la estantería contigua a la silla. Se acomodó lentamente en su asiento y dispuso la tinta para anotar sus últimas observaciones.

 Al rato Su Song llamó a la puerta. Era un gran inventor, y consejero del reino, además de buen amigo de Wei-te.

 – El emperador nos llama a consulta.

 – Salgo ahora mismo, amigo Song – respondió Yang Wei-te cogiendo varios rollos de papel que previamente había estado examinando.

 Sortearon las calles de la capital, bordeando la torre del reloj, que dio la hora con su habitual puntualidad. Una torre con un sistema hidráulico accionado con unas cadenas de transmisión inventado por el propio Su Song, el cual tenía 133 sistemas mecánicos diferentes para indicar y hacer sonar la hora. 

 Cuando llegaron al embarcadero, la actividad era ya frenética entre los muchos pescadores y comerciantes que empezaban su actividad diaria, dando vida a la bulliciosa ciudad. Cogieron uno de los muchos transbordadores que iban y venían de un lado a otro del río, y al llegar a la orilla un sirviente les esperaba con un carro de ruedas para subir la calle que desembocaba en el Palacio Imperial.

 El Emperador Renzong, de la dinastía Song, no había entrado todavía a la sala del trono, pero sí sus soldados, sus consejeros cercanos y los astrólogos colaboradores de Yang Wei-te. Cuando el Emperador llegó con su séquito de sirvientes, todos se postraron en señal de sumisión. Con un gesto de la mano todos se levantaron y alzaron la cabeza, aunque sin mirar directamente al Emperador.

 – Yang Wei-te, como mi astrólogo de confianza, te pido una explicación de lo que todos hemos visto en el cielo cerca del amanecer.

 – Mi señor – respondió Wei-te con una reverencia. – Es difícil de explicar. Como su majestad sabe, el firmamento es inmutable. Ha aparecido en el cielo una “estrella invitada” nueva, aunque es mucho más brillante que otras que aparecen con una cola de luz difuminada. Su brillo rivaliza con la propia Luna, puesto que ya es de día y todavía se puede ver, lo cual es extraordinario. Examinando escritos de antiguos y venerables astrólogos, he llegado a la conclusión que esta nueva señal traerá abundantes cosechas y prosperidad al reino, mi Señor. Es, desde luego, un buen augurio.

 *N. del A.  Tanto los personajes como el contexto histórico son reales. Solamente el relato en sí es una recreación de cómo pudo ser aquella mañana de julio del año 1.054, en el que una supernova apareció en el cielo del amanecer en la constelación de Tauro y fue registrada por astrónomos chinos.

Su fulgor era tan intenso que fue visible a la luz del día durante 23 jornadas y por la noche 653 días más, hasta que su luz se extinguió lentamente. Aquella explosión estelar esparció a su alrededor el  material y los restos de esa estrella, y que derivó en un remanente de supernova que se desvanece poco a poco.

Años más tarde Charles Messier la incluyó en el número 1 de su catálogo, y nosotros la conocemos comúnmente como la Nebulosa del Cangrejo.